La preparación y formación de intérpretes en España

Sergio Viaggio publicaba hace unos años en el No. 5 de La Linterna del Traductor (Marzo de 2003 – ISSN 1579-5314) una interesante reflexión sobre la situación de la formación de intérpretes en España con el sugerente título «La calamitosa preparación de intérpretes de conferencia en España» y que transcribo a continuación.

Por si a estas alturas hay alguien que no lo conozca, Sergio Viaggio es un traductor e intérprete argentino de amplia y reconocida trayectoria profesional (fue durante muchos años jefe de intérpretes de la Oficina de las Naciones Unidas en Viena) que ha publicado numerosos trabajos sobre la teoría, la didáctica y la práctica de la tradución y la interpretación y que ha dictado conferencias y cursos en escuelas de traducción e interpretación de Europa.

Leía yo el artículo de Susana Cruces Colado en el número 4 y volvía a taladrarme el seso mi sempiterna angustia: Pasas el examen para sacar la licencia de conductor y puedes sacar el coche a la autopista, sacas diploma de dentista y puedes sacar tu primera muela, te recibes de abogado y puedes defender a un acusado. En cambio, te gradúas de traductor/intérprete (así, de las dos cosas, que, como se sabe, son más o menos lo mismo, ¿verdad?) y ni sueñes con meterte en una cabina que, si no huyes despavorido tú solito, te van a sacar carpiendo. ¿Qué pasa con la inmensa mayoría de las escuelas de traducción e interpretación españolas que no confieren títulos de veras habilitantes?

Año tras año vienen a hacer cabina muda en Viena decenas de estudiantes de los años superiores de unas cuantas escuelas europeas (¡y una libanesa!). En el caso de las españolas (pero también de alguna otra), con pocas -ay, poquísimas- excepciones, la conclusión que sacan los estudiantes es la misma: no los preparan bien; entre lo que les enseñan y el mínimo que hay que saber y poder hacer para desempeñarse con un mínimo de idoneidad profesional media un abismo.

Pienso que las razones fundamentales son estas:

1) Un cuerpo docente insuficiente y -a veces- insuficientemente ducho: Entre los docentes, de por sí poco numerosos dada la cantidad de estudiantes, no hay suficientes intérpretes a la vez veteranos, buenos y reconocidos internacionalmente. Muchas escuelas no tienen más remedio que recurrir a gente sin los debidos formación, experiencia y -¡cómo se olvida este aspecto!- conocimientos y metodología pedagógicos. Vaya, si no, de muestra este botón: Hace unos años el Organismo Internacional de Energía Atómica organizó un simposio en una ciudad española. Apenas corrida la voz y como es natural, varios intérpretes locales se apresuraron a ofrecerse. Recuerdo el caso de una colega que me escribía que era profesora en la escuela local y que tenía 120 días de experiencia en cabina… ¡Para poder presentarse al examen de la ONU hacen falta 200! No quiero decir que quien no los tenga sea necesariamente menos competente -ni que quien los cuente sea necesariamente bueno-, pero ¿en qué facultad de medicina contratarían como profesor de cirugía a un galeno que tenga seis meses de experiencia en el quirófano? ¡Caramba, si esta colega tendría que haber estado completando su formación en vez de enseñando lo que seguramente aún no había terminado de aprender! Se explica: en Ginebra, París o Bruselas, por ejemplo, hay un mercado internacional importante y, por ende, una nutrida colectividad profesional que trabaja localmente. A las escuelas correspondientes no les resulta difícil, entonces, conseguir excelentes profesionales que enseñen interpretación a todos los niveles y en todas las combinaciones lingüísticas por lo que para ellos es una paga nominal (que, como tantos médicos que enseñan medicina, no se dedican a la enseñanza para abultar su renta). En las ciudades de España -como, por cierto, en otras europeas-, en cambio, ese mercado local no existe. Los intérpretes internacionalmente reconocidos que en ellas residen trabajan gran parte del tiempo -cuando no todo- fuera, en Bruselas, en Ginebra, en Luxemburgo, en Viena, en Roma. Mal pueden decir a sus clientes que cómo no, que me voy a Bonn esta semana, pero que solo el lunes o a partir del miércoles, porque los martes enseño interpretación en mi pueblo. La única manera como podrían atraer este tipo de docentes las escuelas que no están en medio del mercado internacional es pagarles tanto como para que no les resultara desastroso dejar de trabajar en cabina[1]. Y claro, no pueden. Y si pudieran, igual no podrían, porque se alzarían en armas -y con toda razón- los profesores de filología o literatura o idiomas, que dirían “¿Pero cómo? ¡Yo hace veinte años que me dedico a la enseñanza, llevo publicados cincuenta trabajos, tengo dos doctorados en semíticas y a este jovencito que acaba de sacar una licenciatura le pagáis más que a mí!” Sin hablar de que, por cierto, ser intérprete reconocido no siempre es sinónimo de ser buen intérprete, ni de que ser buen intérprete vaya de la mano de ser un docente idóneo.

2) La falta de una concepción teórica coherente: Con la rara excepción de la ESIT francesa (embrujada aún por el fantasma de la indomable Danica Seléskovitch), los planteles docentes de las escuelas que conozco -incluidas las ibéricas- carecen de una concepción teórica, si no uniforme, al menos coherente. Lo veo y me lo comentan, además, los propios estudiantes: En consecutiva francés-castellano te dicen que anotes y digas todo, en consecutiva castellano-inglés que no te preocupes sino por lo esencial. En simultánea alemán-castellano que ametralles sin piedad aunque te quedes sin resuello, en simultánea francés-castellano que resumas pero que hables pausadamente. Cada cual pareciera enseñar según su parecer; y su parecer como que dimanase exclusivamente de una experiencia individual necesariamente limitada, que muchas veces no se nutriera ni mucho menos se analizara críticamente a la luz de la experiencia y las ideas de los demás. Los hay, desde luego, que leen lo que otros colegas tienen que decir, que estudian, que escriben, que se mantienen al día de los últimos descubrimientos, ideas y tendencias, que asisten a seminarios y conferencias profesionales y que procuran refinar y perfeccionar su concepción de la tarea y su metodología para enseñarla. Pero, a mi modo de ver, son demasiado pocos para tantos alumnos.

3) Un plan de estudios elaborado e impuesto desde arriba por gente que no tiene idea de la profesión ni del mercado: El plan de estudio de las escuelas ibéricas es de cuatro años. No basta; como que, en general, no bastan cuatro años para adquirir una formación idónea en ninguna otra profesión. Para salir airoso de una cabina -y, en general, para mediar interculturalmente de forma eficaz- hacen falta una experiencia de vida y una disciplina intelectual que muy pocos logran antes de los 27 o 30 años. De ahí la insistencia de muchos en que la interpretación simultánea se enseñe al nivel de posgrado. De ahí, también, que la Unión Europea fomente la creación del máster europeo en interpretación simultánea. No haría falta si las escuelas formaran intérpretes capaces de comenzar a trabajar sin más -como principiantes, sin duda, pero sin más-. Claro, es en cabina donde más se nota la formación deficiente. Pero el problema me parece mal concebido y termina contribuyéndose a escindir cada vez más la profesión entre la realeza cabinística y la plebe que debe lidiar con asuntos “de menor monta”, como mediar entre el buscador de asilo y el funcionario de inmigración o entre la madre desesperada y el pedíatra. ¡Como si fuera más importante mediar entre embajadores que no necesitan mediador pero lo piden por razones políticas de prestigio que entre un diabético semianalfabeto al que le va en ello la vida y un médico que tiene muchos otros pacientes que atender!

4) La ausencia de numerus clausus o, en su defecto, de condiciones estrictísimas de admisión que impidan el ingreso de jóvenes con un conocimiento insuficiente de los idiomas o sin la debida experiencia multicultural. Las escuelas de traducción y, sobre todo, de interpretación, deben ser como conservatorios que exigen que el estudiante venga ya sabiendo tocar bien el instrumento. Como en el caso de los conservatorios, las escuelas de traducción e interpretación no pueden contar con que los estudiantes hayan aprendido en la escuela lo que tienen que saber para empezar la carrera. El hecho lamentable es que la mayoría de los estudiantes llega a las escuelas con los idiomas a medio aprender… incluido el propio castellano, y que no termina de aprenderlo en la escuela (que, por supuesto, no pretende ser una escuela de idiomas y menos del materno). En las escuelas catalanas, además, muchos estudiantes entran con un castellano B -buenísimo, pero B-, y los empleadores, por la misma plata, podemos conseguir intérpretes de cabina española con castellano A. Estos estudiantes podrán abrirse camino en el mercado local, sin duda, pero tienen floja su única lengua activa internacional.

5) La proliferación torrencial de escuelas que regurgitan centenas de graduados con una combinación lingüística tan uniforme como insuficiente: El mercado internacional exige al menos dos lenguas pasivas, y el europeo cuando menos tres, y si se puede, una de ellas de difusión limitada. Los chicos españoles salen en fila india con castellano, inglés y, si Dios quiere y la Virgen lo permite, francés, para ponerse a la cola de una recua interminable de compañeros con idéntica combinación en espera de que les abra las puertas un mercado prácticamente saturado.

6) La falta de los necesarios reflejos: Todas estas desventajas se paliarían si, al menos, los estudiantes tuviesen la oportunidad de practicar como es debido. De todas las formas de la mediación interlingüe, la interpretación simultánea es la única que exige recondicionar los reflejos, y ello hace imprescindible una práctica denodada, adecuada y constante. Horas de horas de horas de cabina con toda suerte de discursos: improvisados y leídos, con diferentes acentos, lentos y pasmosos, técnicos y generales, narrativos, expositivos, expresivos y apelativos, monológicos y dialógicos, de embajadores, economistas, literatos, testigos amedrentados, abogados retorcidos, funcionarios incoherentes… el tipo de intervenciones que aguarda en el mercado. Ello con la atención “personalizada” que reciben los futuros instrumentistas en el conservatorio.

No puede ser casualidad que, al cabo de una semana de cabina muda, de escuchar a intérpretes reconocidos veteranos y bisoños (buenos y no tanto), todos los estudiantes coincidan en que han aprendido más en esos cinco días solitos en su alma que en lo que llevan en la escuela. Exageran, desde luego, pero no tanto: Hay un divorcio alarmante entre las escuelas (y no solo las españolas) y la práctica. Los pocos estudiantes que tienen la oportunidad de practicar en cabina muda antes de graduarse se enteran al menos con unos meses de anticipación. Los demás han de llevarse el palmo de narices después de la fiesta de colación de grados. Es, lisa y llanamente un timo; un timo del cual no tienen la culpa los docentes, como voy a aclarar más abajo.

Hace casi doce años que soy Jefe de Intérpretes y que contrato a decenas de profesionales del mundo entero. Desde un inicio tuve la conciencia de que era fundamental dar una oportunidad a los jóvenes para romper el círculo vicioso: no te contratan porque no tienes experiencia, de modo que no tienes experiencia porque no te contratan. Son unos cuantos los jóvenes graduados que han tenido su bautismo de fuego en Viena, pero solo he podido contratar a un graduado de una escuela española. (Es cierto que los jóvenes que han comenzado en Viena han procedido sistemáticamente de escuelas que me invitan como jurado a los exámenes, de modo que siempre me consta con qué bueyes ha de tocarme arar; pero también es cierto que en esas escuelas el jurado está compuesto de docentes y de intérpretes profesionales representantes de diferentes empleadores potenciales, y que el acuerdo explícito es que no pasa nadie que los empleadores no estemos dispuestos a contratar -como principiantes, claro está- al día siguiente. O sea que el título que reciben sí es habilitante, como que lo dan, en definitiva, los propios empleadores).

Un daño colateral nada desdeñable es que con esta política miope de no exigir los debidos niveles, primero para ingresar en la carrera y a la postre para obtener el título, se atenta contra la profesionalidad de la profesión y, con ella, contra su reconocimiento académico, social y, cómo no, económico. ¿Cómo quejarnos de nuestra incapacidad para regular el acceso a la profesión -no hablemos ya de su ejercicio- si se impide a quienes tienen la llave de la decisiva primera puerta usarla como es debido? ¿Con qué derecho exigir que la profesión -como cualquier otra, por cierto- solo pueda ser ejercida por profesionales académicamente habilitados si las instituciones académicas dan diplomas que no habilitan? ¿De qué modo luchar contra el tropel de improvisados, advenedizos y merodeadores dispuestos a vender su incompetencia al peor postor si nuestros propios graduados no son, en definitiva, mucho mejores? ¿A qué quejarse del mercado gris si las escuelas no hacen más que nutrirlo con cardúmenes de jóvenes endeblemente diplomados que ni por asomo pueden comenzar a desempeñarse de manera auténticamente profesional, y que se ven obligados ya a dedicarse a cualquier otra cosa, ya a aprender como sea y por su cuenta lo que debió haberles enseñado la facultad, ya a resignarse a pasar de por vida por secretarios supuestamente bilingües?

Quede claro, como adelantaba, que la responsabilidad por este lamentable estado de cosas no recae en las propias escuelas ni mucho menos en un abnegado y sufrido grupo de docentes que hacen todo lo que pueden en circunstancias abrumadoramente desfavorables sobre las cuales no pueden ejercer control alguno[2]. He tenido el privilegio de enseñar furtivamente en varias escuelas ibéricas (especialmente las de Alicante, Salamanca y Vic) y me consta el nivel de muchos de los docentes. Como me consta su permanente inquietud por formar lo más acabadamente posible, en tiempo insuficiente, a los pocos educandos de un grupo desmedidamente nutrido que sí pueden llegar a ser intérpretes. Llevan, y lo saben, heroicamente las de perder frente a circunstancias objetivas que ponen a España y al castellano en obvia desventaja frente, no ya a los otros idiomas de difusión planetaria como el inglés y el francés, o continental, como el alemán, sino a lenguas tan poco difundidas como el holandés, el danés o el finlandés. Porque, al cabo, la cosa es política, y los Países Bajos, Dinamarca y Finlandia tienen una política de formación de intérpretes (y, seguramente, de traductores) visionaria y sensata, mientras que España… Pero mejor me callo, que más quisiéramos en la Argentina que las cosas anduvieran igual de mal que en la Madre Patria.

[1] Sé de solo dos casos de colegas que, por vocación, resolvieron renunciar a ingresos mucho más jugosos para dedicarse a la enseñanza… pero dos golondrinas no hacen verano; antes bien, apenas los jóvenes profesores se dan a conocer como buenos intérpretes, levantan vuelo.

[2] He aquí lo que admiten con toda sinceridad Jesús Baigorri Jalón y sus colaboradoras de la Escuela de Salamanca: “… los objetivos que nos fijamos … tratan de ser modestos y realistas: Poner las bases para que los alumnos puedan desarrollar su capacidad de ejercitar profesionalmente la interpretación consecutiva y simultánea. No podemos aspirar, pues, a formar inérpretes hechos y derechos, listos para incorporarse al mercado laboral, sino que nos conformamos con echar unos cimientos saneados sobre los que deberán seguir construyendo los licenciados que deseen dedicarse profesionalmente a la interpretación, a través de programas de postgrado de diferentes contenidos, mediante formación práctica en empresas o instituciones con servicios de interpretación, con formación autónoma supervisada por profesores, etc.” (BAIGORRI JALON, Jesús, ALONSO, Iciar y PASCUAL, Marina: (20010 “Propuesta metodológica de recursos didácticos para el aprendizaje de la interpretación”, Traducción y Comunicación, vol. 2, págs. 6-7).

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